Nuevo Orden Mundial

OPINIÓN
OCTUBRE 2009

La difícil construcción de un nuevo orden mundial

Luis Tonelli

Tarde o temprano, y del modo que sea, las instituciones terminan por
reflejar los cambios en el paralelogramo del poder real. Es lo que
sucede hoy en los organismos internacionales: el debate y las
transformaciones en curso reconocen el ascenso de nuevas potencias
económicas y políticas, y este reconocimiento se ha hecho explícito
durante la cumbre del G-20 realizada en Pittsburgh el 24 y 25 de
septiembre pasados.

Tarde o temprano, y del modo que sea, las instituciones terminan por
reflejar los cambios en el paralelogramo del poder real. Es lo que
sucede hoy en los organismos internacionales: el debate y las
transformaciones en curso reconocen el ascenso de nuevas potencias
económicas y políticas, y este reconocimiento se ha hecho explícito
durante la cumbre del G-20 realizada en Pittsburgh el 24 y 25 de
septiembre pasados. Entre las decisiones más importantes tomadas en
esta reunión aparece la de constituir al G-20 en el foro principal
para la cooperación económica. De este modo, el viejo G-8 (conformado
por Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón, Reino
Unido y Rusia) es reemplazado por un grupo que además admite a
Australia, China, la India, Indonesia, Corea, Sudáfrica, Turquía y, de
nuestra región, a Brasil, México y Argentina. También se suma un
representante de la Unión Europea en su conjunto. El G-20 nació por
impulso de los países del G-7 el 25 de septiembre de 1999 "como un
grupo integrado por los ministros de Finanzas de sus países
integrantes para el diálogo informal que lleve a un crecimiento global
estable". Sin embargo, su crecimiento en importancia relativa como
foro se iniciaría en noviembre de 2008, cuando fue convocado en
Washington como una reunión de jefes de Estado para coordinar las
decisiones tendientes a enfrentar la gravísima crisis económica global
desatada meses antes, por iniciativa de los primeros mandatarios de
Francia y Reino Unido, Nicolas Sarkozy y Gordon Brown. El estallido de
la burbuja de los créditos subprime, la caída de gigantes financieros
en Estados Unidos y la sombra de una recesión en avance sobre la
economía mundial presagiaban el advenimiento de una nueva
reestructuración del sistema financiero internacional, similar a la
que tuvo lugar en Bretton Woods. Lo que parecía quedar en duda era el
mantenimiento de una economía mundial con un crecimiento alimentado
por los cada vez mayores déficits de Estados Unidos, cubiertos por las
compras de dólares y activos en dólares realizadas especialmente
mediante el ahorro de los países asiáticos. Así, se tambaleaba toda la
arquitectura de la globalización neoliberal basada en el enorme
impulso a la inversión que fomentó el gran salto productivo de la
revolución de las comunicaciones. Ese turbocapitalismo generó en los
países centrales, y especialmente en Estados Unidos, una demanda cada
vez mayor de productos provistos por los países asiáticos a precios
bajos –que ayudarían a mantener a raya la inflación de las economías
centrales–. El salto en la producción resultó también en una creciente
sed de energía y commodities alimenticios. El crecimiento de una clase
media en gigantes demográficos como China y la India estuvo acompañado
de un aumento en el consumo de proteínas animales y,
proporcionalmente, de la necesidad de alimento para el ganado, en
especial soja, con la consecuente expansión de ese cultivo en países
como Brasil y Argentina. En esos años, se pensaba que el peligro de
crisis sistémicas como la de 1930 se había alejado para siempre,
gracias a los incrementos de productividad y a la muñeca sabia y
prudente de la Reserva Federal. El hecho clave de la crisis ha sido,
en palabras de Daniel Heymann y Adrián Ramos, que no fue disparada por
una reticencia del resto del mundo a seguir financiando a Estados
Unidos (por el contrario, la demanda de deuda pública estadounidense
siguió sostenida), sino que, más bien, "el proceso estuvo asociado a
la revisión de expectativas sobre rendimiento de activos reales" (1) .
En otras palabras, la crisis tuvo como resultado paradójico que, pese
a haberse originado en una exuberante irracionalidad en el
otorgamiento de créditos sin garantías de repago, especialmente en
Estados Unidos, y haberse expandido de allí a todos los dispositivos
de crédito y de inversión en los que ellos se apalancaban, los agentes
económicos mundiales, públicos y privados siguieron considerando que
los bonos del Tesoro estadounidense constituían el mejor refugio. Solo
a medida que la crisis hizo su camino se fueron decidiendo los
instrumentos monetarios y concretos para enfrentarla y se tomó
conciencia de su fisonomía y probable alcance. Que la primera reunión
del G-20 se haya realizado en Washington, con el presidente George W.
Bush como anfitrión, cuando ya había sido elegido su sucesor Barack
Obama, conspiró seguramente contra su alcance. Así, se limitó a dar
una señal de que los líderes del mundo tomaban nota de la gravedad de
la crisis y se comprometían a no caer en el proteccionismo y a
coordinar políticas financieras. La reunión del G-20 del 2 de abril de
2009 en Londres corroboró lo que el presidente Obama había decidido en
el plano interno al nombrar como los gerenciadores de la economía
estadounidense a Tim Gersthein y a Larry Summer –dos activos
funcionarios en el diseño e instauración de la globalización
financiera–: que la salida de la crisis se haría por medio de un
service a la economía global pero sin redefinir los fundamentos de su
funcionamiento. En Londres, pese a los enfrentamientos previos en los
que Francia y Alemania rechazaban la implementación de paquetes de
estímulo y abogaban por una regulación estricta del sistema
financiero, los países del G-20 decidieron que el FMI manejara la
mayor parte de los 1,1 billones de dólares con que se amplió el
presupuesto de los organismos internacionales. Se alejó así la
posibilidad de un Bretton Woods II que había entusiasmado a Sarkozy y
Brown en Washington, y terminaría de desecharse en la reunión del G-20
de Pittsburgh, ya con Barack Obama en uso pleno de su liderazgo.
Estados Unidos avaló allí la solicitud de los BRIC (Brasil, Rusia, la
India y China), que en una reunión previa habían acordado solicitar
mayores cuotas de participación en los organismos internacionales,
para reflejar la importancia de la participación de sus economías en
el PIB mundial, y como condición para su contribución monetaria a los
planes de estímulo. Además de acordar que el G-20 reemplazara al G-8
como foro económico global, los países miembros se comprometieron en
Pittsburgh a elevar al menos a 5% la cuota de participación de los
países emergentes en el directorio del FMI. La discusión sobre las
reformas específicas quedaron para la reunión del FMI, pero los medios
de comunicación se hicieron eco de las protestas de Francia, Alemania
y Gran Bretaña por la intención adicional de Washington de reducir los
directores de ese organismo de 24 a 20. Los países de Europa apoyaban
la reforma del FMI, pero no a expensas de sus votos, e incluso habían
considerado que Estados Unidos resignaría el poder de veto que tiene
de hecho (ya que posee 17% de los votos y muchas de las decisiones del
organismo necesitan de una supermayoría de más de 85%) (2). Sin
embargo, el gobierno de Obama consideró que el mantenimiento de esa
participación representaba ya una concesión importante, dado que el
porcentaje se encuentra muy por debajo de la participación
estadounidense en el PIB global. De este modo, los reacomodamientos en
el tablero del poder mundial ganaron protagonismo a expensas de la
relevancia y la necesidad de una nueva regulación financiera mundial,
del control de los paraísos fiscales y de los auspicios de fundar las
bases de una economía global sustentable y ecológica. La crisis
representó una oportunidad para el sinceramiento institucional de los
cambios en el nuevo tablero del poder mundial, pero esto no significa
que los países emergentes pretendieran redefinir en profundidad el
sistema que ha permitido su ascenso económico. Estos han demostrado la
fortaleza de sus economías para resistir la recesión global e
inclusive su capacidad para seguir creciendo, en fuerte contraste con
la situación en la mayoría de los países desarrollados. Pero el
colapso de las exportaciones, tanto de productos elaborados como de
commodities, los ha golpeado con dureza y ha resultado un incentivo
adicional para lanzarlos a jugar su papel de actores globales. Lo
sucedido en la cumbre del G-20 de Pittsburgh brinda entonces algunas
claves de lo que podría ser un nuevo orden mundial, cimentado sobre la
base de un renovado "realismo estadounidense" y un cauteloso
multilateralismo de los BRIC (especialmente China), que promete
eclipsar el papel que ha tenido hasta el momento Europa. La
redefinición del tablero mundial supone asimismo una redefinición de
las alianzas dentro de América Latina. Brasil, como potencia dominante
de la región y actor global por derecho propio, ha dado muestras de
reconocer que su eventual liderazgo deberá ser construido sobre la
base del apoyo de sus vecinos más importantes. De allí que haya
rechazado la sustitución del G-20 por un G-14 conformado por los
países del G-8 más Brasil, Sudáfrica, China, la India y México, a los
que se sumaría Egipto. Por otra parte, a pocos días de finalizada la
cumbre de Pittsburgh, el gobierno brasileño hizo saber que pediría en
la próxima reunión del G-20 una silla en representación de los países
que integran el G-24, entre ellos Venezuela, Irán, Pakistán, Perú,
Filipinas y países africanos como Costa de Marfil, Gabón o Ghana, en
abierta exploración de los límites del "nuevo realismo" de Estados
Unidos –que Brasilia también ha puesto a prueba en su rechazo a la
instalación de bases militares estadounidenses en Colombia–. Se da
entonces a escala global una situación que avala alianzas y conflictos
diferentes según sean las cuestiones en pugna, lo que significa tanto
una ampliación del menú de opciones para los países latinoamericanos
como una etapa marcada por los vaivenes en política exterior. En
definitiva, el futuro inmediato de las relaciones mundiales no parece
darse en los términos de un mundo unipolar, dominado por una potencia
hegemónica, o un mundo multipolar, con varias regiones en equilibrio
mutuo; la dicotomía entre un universo o un pluriverso, como lo
prefiguró Carl Schmitt (3) . Lo que enfrentamos, en cambio, es una
creciente multidimensionalidad global, en donde conviven caóticamente
diferentes situaciones sumamente fluidas. Situaciones que, más allá de
la autoimpuesta retórica de la cooperación que demanda la tranquilidad
de los mercados, implican esencialmente conflictividad. Aunque es
imposible hablar de un renacer de la geopolítica, ya que bajo su
reinado los Estados eran los protagonistas privilegiados –y hasta la
guerra entre ellos se atenía a una juridicidad efectiva–, hoy se nos
presenta el espectáculo de una globo-política, resultado inestable de
interacciones complejas en las que participan Estados nacionales,
organizaciones subestatales, organizaciones de la sociedad civil,
organizaciones internacionales y corporaciones globales. Sin embargo,
es necesario tener muy en cuenta que el ingreso de la globalización en
esta nueva fase opera en un mundo subdividido políticamente en
territorios –fenómenos que todavía se denominan Estados– donde las
ciudadanías nacionales hacen responsable de todo lo que les acontece a
sus respectivos gobiernos, especialmente de las cuestiones negativas.
En esta globo-política se vuelve clave el control de los recursos
energéticos, de la producción de alimentos y del agua, lo que permite
avisorar tanto la oportunidad de Latinoamérica para crecer y
desarrollarse en la economía global, como los desafíos de toda índole
que deberán enfrentar sus países.

(1) D. Heyman y A. Ramos: "Macroeconomía de la crisis internacional"
en Leonardo Bleger et al.: Crisis global: una mirada desde el Sur.
Origenes y enseñanzas del crac financiero, Capital Intelectual, Buenos
Aires, 2009.

(2) V. por ejemplo Edward Luce: "Tensions over IMF threaten to mar
G20" en Financial Times, 25/9/2009.

(3) El nomos de la tierra en el derecho de gentes del jus publicum
europaeum, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1979.

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